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Comencemos primero con los datos aburridos, para más o menos
introducir la obra sobre la que voy a hablar. Una de mis películas favoritas
cuyas palabras mías no van a poder hacerle justicia pero que intentarán, no
obstante, sacar una perspectiva algo nítida de ésta.
Estamos ante El fuego
fatuo, película francesa dirigida en 1963 por el célebre director Louis
Mallé (entre sus otras obras destacan Adiós,
muchachos, o Ascensor para el Cadalso).
Basada ésta en la novela homónima de Pierre De La Rochelle, novelista
francés que, como el protagonista de su nóvela, se suicidó en 1945 acorralado
por circunstancias políticas relacionadas con diversos artículos que había
realizado en favor del fascismo. Sirvió esta novela de homenaje a su amigo, el
poeta surrealista, Jacques Rigaut, obsesionado con la idea del suicidio,
consideraba que si la vida tenía algún sentido era prepararse para este fin.
Finalmente consumó este acto a los treinta años de un disparo en el pecho (tal
cuál el protagonista) y dejó la inspiración de sus últimos días al novelista
francés. Rigaut, al igual que Alain Leroy (pasaremos ya de llamarle
protagonista para llamarle por su nombre) era alcohólico y también estaba
internado en una clínica de desintoxicación en el momento de suicidarse.
Tras estos detalles anecdóticos, pero que ilustran en cierto
modo el núcleo de la película pasamos la película así, empezando por el título:
Fuego fatuo ¿Qué es un fuego fatuo? Una definición convencional refiere a un
fenómeno físico: la combustión de algunas materias que se desprenden de las
sustancias animales o vegetales en avanzado estado de putrefacción. Suele
vérselos en los lugares cenagosos y en los cementerios. Hay quienes dicen que
los fuegos fatuos se repliegan cuando uno intenta acercarse a ellos. Otros los
confunden con una manifestación del alma de un fallecido. De este curioso
fenómeno, reacio a ser explicado científicamente, surgiría una definición más
personal y literaria refiriendo al fuego fatuo como aquel que arde inútilmente.
Su llama no brinda ni luz, ni calor y lo peor es que se consume sin que nadie
lo advierta.
Alain Leroy ( ¿ironía en el nombre? Le roi, el rey en español, acaso una forma de acentuar la debilidad y ausencia de poder de nuestro protagonista) es esa llama. Un hombre que se consume en sí mismo, que no puede tocar las cosas, que no puede acceder a las personas. Es acaso como podemos apreciar tanto al comienzo, como al final de la película. En las primeras escenas (las únicas narradas con voz en off) donde vemos a Alain frente a una mujer, que sospechamos su amante, vemos miradas absortas, vemos rostros inmiscuidos en sí mismos, rostros que no iluminan y que están completamente alejados de entre ellos pese a que sus cuerpos estén completamente pegados. Alain está incómodo, “la sensación se ha escapado como una serpiente entre dos piedras”
L
ydia, la mujer, se lo hace notar, le mira con obstinación, con lástima. Pronto se irá a Nueva York y le dejará ahí de nuevo, sólo, abandonado. Un hombre alcohólico que no soporta la ausencia. Ya su mujer le había abandonado, también se había marchado a Nueva York, “necesitas a una mujer que no se despegue de ti, si no te pones triste y haces tonterías” le señala Lydia. Él mismo lo admite “me conoces bien” le responde. Abandonan el hotel, y Alain le deja el reloj como propina a la encargada, acaso un símbolo de que, efectivamente, el tiempo ya para Alain no sirve de nada, su muerte es inminente.
ydia, la mujer, se lo hace notar, le mira con obstinación, con lástima. Pronto se irá a Nueva York y le dejará ahí de nuevo, sólo, abandonado. Un hombre alcohólico que no soporta la ausencia. Ya su mujer le había abandonado, también se había marchado a Nueva York, “necesitas a una mujer que no se despegue de ti, si no te pones triste y haces tonterías” le señala Lydia. Él mismo lo admite “me conoces bien” le responde. Abandonan el hotel, y Alain le deja el reloj como propina a la encargada, acaso un símbolo de que, efectivamente, el tiempo ya para Alain no sirve de nada, su muerte es inminente.
En un último acto de desesperación, Alain, con un profundo
terror al abandono, se intenta sostener al último resquicio que le queda,
suplicando casi con lágrimas a Lydia que no se marche. Lydia, con ternura en la
mirada, le dice que no existe manera de que pueda quedarse, y es consciente de
que le dejará con su peor enemigo, él mismo. Le pide que vaya a Nueva York con
él pero “ya no puedes hacer nada por mí, demasiado tarde”
Haciendo un alto en el camino, observemos al problema que nos enfrentamos en esta película. Un problema existencial, el problema ante el sentido de la vida y si merece la pena ser vivida, nos encontramos a Camus en el Mito de Sisifo “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía.” Así nos dice al comienzo de su ensayo sobre el absurdo de la vida. Y Alain está profundamente inmiscuido en ese absurdo. Ilustrativa vemos esa frase de Camus, sobre el verdadero problema de la filosofía, en las siguientes escenas de la película, donde vemos a dos viejos hablando sobre el tomismo, sobre la teología y su separación de la filosofía, sobre el saber o el creer; mientras que los comensales hablan de otros temas, cada uno mira a otro lado, están inmiscuidos en sus vidas, Alain Leroy solo les dirige la mirada con una sonrisa, como el que observa un espectáculo intrascendental y frívolo. No acaba de creer nada de lo que dicen, pero escucha.
Alain necesita un lugar donde permanecer, teme el abandono,
de la misma manera que teme la espera. En su santuario, su habitación en la
clínica, vemos como se recrea en esa espera, en esas ausencia de Dorothy, su
mujer que le abandonó para irse a Nueva York, plagada está la habitación de
fotos suyas, y él las observa, se lamenta y se sumerge en su espera “Dorothy,
Dorothy, Dorothy” repite mientras va de un lado a otro del cuarto. En la
habitación: una fecha: 23 de Julio, acaso el vaticinio de su muerte; un reloj
que marca la hora, inmediatamente él la adelanta para que deje de sonar; una
pistola envuelta en seda que Alain saca de su maleta, noticias fúnebres
esparcidas en diferentes lugares del cuarto; un tablero de ajedrez con una
partida empezada con el doctor de la clínica, el plantea la jugada “mate en
cinco movimientos” proyecto y espera, se ilustra el quietismo de nuestro
protagonista en esta escena, ve el tablero, ve las fichas, pero no puede
moverlas, debe esperar a que su contrincante mueva ficha, y cuando lo haga, de
nuevo tendrá que esperar.
Sartre decía en su conferencia El existencialismo es un humanismo, que solo hay libertad en la acción, que “El quietismo es la actitud de la gente que dice: lo demás pueden hacer lo que yo no puedo” Alain es por tanto un esclavo del quietismo, no es libre porque no es capaz de moverse, no es capaz de tocar. “¿Sigue teniendo esas angustias?” le pregunta el doctor “no son angustias, es una angustia, permanente” le responde resignado Alain
El doctor le dice que ya está recuperado, que debería irse,
un racionalismo clínico que exaspera a nuestro protagonista. No es una cuestión
de estar recuperado o no, no es una cuestión de ser alcohólico o no, es una
cuestión de ser abandonado ante uno mismo, ante la absoluta soledad “si me voy,
volveré a beber” dice Alain, el doctor lo niega, afirma que ya está
perfectamente, pero es simplemente porque no ve la naturaleza del problema.
“Sois mi familia” le había dicho previamente Alain a una de las compañeras de
la clínica, y efectivamente. No es el abandono de la terapia lo que le aterra,
le aterra la soledad.
Alain teme ser abandonado porque ya se ha abandonado a sí
mismo, su voluntad ha dejado de existir, es en los demás donde espera que le
sostengan de esa caída a la que se ha sometido. Está en el vacío, esperando que
le llegue un proyecto, y espera desesperadamente que alguien sea capaz de
dárselo, ya que él no puede, está sometido a la espera, y la espera no es más
que la observación del vacío, del vacío del mundo, del vacío de uno mismo, y de
la nada existencial. Es acaso la muerte lo único que podría tocar.
Alain está determinado, no puede soportar estar sometido a
esas circunstancias que le atormentan, así que, con la pistola en la mano
declara “La vida, conmigo no transcurre lo bastante deprisa, así que la
acelero” y mientras se recuesta en la cama, afirma con una frialdad tan rotunda
como la realidad a la que se somete “Mañana me mato”
El comienzo del fin, Alain se prepara al día siguiente y se dispone a ir a París, cuna de sus mayores vicios de juventud, testigo de su caída en el alcoholismo y portadora de aquellas personas que acaso vieron en algún momento de sus vidas, aquel joven que pudo rezumar algo de pasión en su juventud, fuego que ahora es inexistente, o más que inexistente, fatuo. Mientras se prepara piensa en un telegrama para su mujer en Nueva York, piensa en serle sincero, en mostrarle realmente cuanto la necesita, como le duele su silencio. Finalmente decide que es inútil, que ya su voluntad está mermada y ¿para qué hacerla sufrir? Le dice que ya no haga caso a la previa carta que le envío “tírala, ya no quiere decir nada” le dice que está curado, que tiene proyectos, y que todo va bien. No extendamos la miseria, parece decirnos Alain en estos instantes.
Va a París, donde se encuentra con los conocidos antes
mencionados. Así en primer lugar va al hotel donde permaneció los días en aquel
pasado turbulento. Le reciben entre gestos de sorpresa e impostada alegría,
marcadamente hipócritas “¡No ha cambiado nada!” le dice una de las encargadas
del hotel a Alain, para luego comentar con su compañera “Pobre, como ha
cambiado, su cara… “, “Y su voz, ¿se ha fijado en su voz?” le responde la
compañera. El camarero del hotel, quien le habla de los viejos tiempos mientras
que Alain, que no le escucha demasiado ni le responde, se muestra más sincero
“Ni siquiera le he preguntado como ésta, tiene mala cara”, “He estado enfermo,
pero ya estoy mejor” finge Alain, “Pues no lo parece” le vuelve a responder el
camarero.
Tras esto, nos encontramos en la película ante una de las
secciones más importantes, que marcan bien la diferencia entre un hombre que se
ha construido y otro que acaso es solo ruinas. Alain va a visitar a uno de sus
viejos amigos de juerga, Dubourg. Cuando llega a su casa, Alain se sorprende
por como ha sabido construirse su compañero. Una asistenta, una bella esposa, dos
hijas adorables. Dubourg se ha convertido en el clásico burgués y enfrenta una
visión del mundo radicalmente opuesta con la de Alain: materialismo frente a
idealismo; conformismo frente a inconformismo. A su amigo las cosas ya no le
divierten, no se rigen por la pasión, ha controlado su vida, y ahora su mundo
es un mundo de interés racional, no de pasiones. Dan un paseo, comparten
historias, comparten ideas. Poco a poco se va tensando la situación, se van
explicitando los caminos tan diversos que ambos han tomado en sus vidas, Alain
considera mediocre la vida de Dubourg, no es capaz de concebir una vida exenta
de pasiones “Conmigo te equivocas, vivo más intensamente que en la época de las
borracheras” responde Dubourg. Palabras estériles para Alain, que está inmiscuido
demasiado intensamente en su propia desgracia y no es capaz de concebir esos
otros intereses. “Las cosas bien hechas son maravillosas” le dice Dubourg a
Alain, pero él afirma no tener ni idea de lo que es eso. “Te aburres”, “No tienes los ojos brillantes
de antaño” Alain intenta que Dubourg afirme su mediocridad, que afirme que se
ha sometido a la esclavitud burguesa. Él lo mira con ternura y lástima, sabe
que no le entiende, no entiende de esas pasiones ajenas al alcohol y a las
mujeres, pero se da cuenta de que no puede transmitírselo.
En el lenguaje de Alain solo surge una palabra: esperanza.
No vive en la vida, vive en la proyección de lo que podría ser vida, vive sin
vivir. Pero Dubourg ya no tiene esperanza, Dubourg habla de certitudes. “Conténtate
con esta mediocridad y reencontrarás la fantasía tal y como la has perdido.
Eres débil y perezoso, rechazas las certidumbres porque te dan miedo. ¡Haces
apología de las sombras porque el sol te quema los ojos!” Ve en Alain a un
adolescente reprimido que no quiere ser adulto, el que solo sea capaz de ver
espejismos, el que vea en toda certitud una mediocridad, hace que su vida no
haya sido más que una mediocridad dorada como el mismo Dubourg define.
Tras el vano intento de sumergirse en su amigo Dubourg, quien se empañaba en hacer que viera las cosas como él en vano (“Dubourg, eres mi amigo, si me quieres, me quieres como soy. Quiero que me ayudes a morir, nada más” le respondía Alain, dejándole claro que nada podría hacer para adentrarle en su mundo) se encontraría con otra vieja conocida. Una artista que vive en un mundo de bohemia rodeada de otras personas de su condición. Les vemos quietos, estáticos, como maniquís. Solo uno es el que habla “nosotros, los poetas” dice. Es Urcel que parece proclamarse el mensajero de ese tipo de vida, la vida del artista, acaso otro lugar en el que refugiarse ante el absurdo de la vida. Pero Alain solo ve “formas vacías” en estos, y acaso esas personas que mantienen una mirada estática, sin pestañear si quiera, ilustran esa estética burda a la que se han visto conducidos. No cree en ellos. Se marcha de nuevo “Solo he venido a despedirme”
Busca a otros viejos amigos, Jerome Minville, y su hermano,
otros que creían confiar en una causa, algún tipo de movimiento revolucionario
que no se especifica. Alain no tiene conciencia política, considera estúpidas
esas acciones, infantiles locuras... Pero lo que no comprende es que quizás la
locura de la acción sea el sentido que ellos le encuentran a la vida. “Ya te lo
he dicho, somos cabezotas” le dice Jerome.
No hay palabras en la siguiente escena a que estos viejos
amigos se vayan, y le dejen solo con una copa en la mesa, pero quizás sea el
punto de inflexión que aproxima a Alain a su fatídico final y que marca el
último capítulo de esta particular “crónica de una muerte anunciada”. Alain
vuelve a beber y le entra la náusea. Suena la Gnosienne nº1 de Erik Satie, los
planos proyectan a la gente desde la visión de Alain, casi se puede tocar la
ausencia, el aislamiento: jóvenes, mujeres caminando, parejas charlando de
cualquier trivialidad; todos con sus particulares universos, en sus
particulares vidas, todos lejanos. Una chica joven, cerca suya, mece su silla y
le observa, Alain la ignora, ella parece intentar atraerle con la mirada, pero
él no puede sumergirse en ese juego. A
otro lado, un anciano roba los picos de la mesa y se los mete en una bolsa,
observa la mirada de Alain y se siente objetivado y violento (“el infierno son
los otros” de Sartre) Alain retira la mirada, le es indiferente esa acción, no
pretende violentar a nadie, solo observa, como el que observa tras una ventana,
no quiere sentir que la gente le observa a él (“que ignominia todo”).
Finalmente, se acerca la copa que quedaba en la mesa y bebe, sumergiéndose así
en una desasosegante náusea que le hará vagar tambaleándose por las calles de
París, hasta llegar a su próximo destino, una aristocrática casa donde había
sido invitado a cenar.
Importante punto de inflexión, esta cena. Llega a la casa mojado, sudado, alcoholizado y destruido. Se queda a dormir un rato para luego enfrentarse a la mesa a sus demonios, que materializará y exteriorizará en una especie de desahogo catártico donde veremos reflejados explícitamente todo aquello que antes se pudo sospechar. Brancion junto a Solange, éste, un pedante que no deja hablar de asuntos intelectuales, mientras que Alain le devora con la mirada, con odio y desprecio; ella, una antigua amante suya, es en ella donde Alain ve la auténtica belleza y donde quizás pudiera encontrar alguna salida.
Se cuenta en la mesa una historia sobre una de las aventuras
de borracho de Alain, cuando él se durmió sobre una tumba, se hace el silencio
y Brancion le juzga la mirada, no le gustan los borrachos. “Tiene razón” le
diría Alain con desprecio e ironía “no encuentro tampoco divertido dormirse
sobre una tumba, con lo fácil que es abrirla y meterse dentro” Acaso su mirada
frente a él es una mirada de envidia, es capaz de conquistar a todas las
mujeres presentes en esa cena (salvo a Solange) al igual que es capaz de
sumergirse en temas intelectuales y presumir de ellos “Es un marciano, envidio
su tranquilidad” reconocería, copa en mano “Admiro lo que hace, porque no cree
en ello”
Se toma la copa de un trago y comienza un monólogo que
ilustra a la perfección su condición. Rompe la copa en la mano y grita, la cámara
va de un lado a otro, se marea, como él mismo se siente mareado “No puedo tocar
las cosas, además, cuando las toco, no siento nada” No puede desear, no puede desear a todas las
mujeres que están allí, les causa pavor. Se dirige hacia Solange, “Solange, tú
eres la vida, escucha la vida. No puedo tocarte, es horrible. Estás aquí
delante de mí, y no hay modo, no hay modo. Así que voy a intentarlo con la
muerte” Desesperado, en un vano intento de salvar su vida y como si de una
diosa se tratara se arrodilla ante ella
y le clama “Irse sin haber tocado nada: belleza, bondad, y todas sus mentiras,
pero tú conoces los milagros, ¡toca al leproso!” Ella le responde que es
cuestión de momentos, que tiene a Dorothy, a Lydia, y que ambas aman, como
ella, las cosas bien hechas. “Las cosas bien hechas”, ya lo dijo Dubourg
previamente, y como un rayo le ataca de nuevo la misma frase. No entiende eso,
no entiende lo que es algo bien hecho. Es un extraño en ese mundo y una
resignada náusea, un último grito de desesperanza nace de esas palabras
pronunciadas por Solange, inmediatamente tras ello, se marcha.
Se marcha de la casa, pero uno de los asistentes a la cena le acompaña, en un ambiente más íntimo, en unas breves y hermosas palabras, Alain le resume sus miedos “Me hubiera gustado cautivar a la gente, retenerles, ligarme a ellos. Que nada se moviese a mi alrededor. Pero siempre ha salido todo corriendo” le dice al chico “¿Tanto amas a la gente? le responde éste “Me hubiera gustado tanto ser amado, que creo que amo”
La suerte está echada, la vida le ha decepcionado, la gente
no le ha transmitido nada en sus viajes, solo unos cuantos consejos que él no
ha logrado comprender, muestras de cariño estériles... Ha perdido la capacidad
de sentir el mundo, lo único que puede sentir es esa soledad y la humillación
de sentirse débil. Sus ideales no sostienen su cuerpo, “tengo sensibilidad en
el corazón, pero no en las manos” Es un paria de su voluntad, no entiende, ni
puede entender. “Credo ut intelligam” decía uno de los ancianos al principio
cuando hablaba de la fe y el conocimiento, primero se cree, luego se piensa.
Acaso en él esa es la pieza que le falta, solo ve pensamientos estériles, pero
su sentimiento está plagado de una bilis de la que no puede deshacerse con palabras
inocuas y formas vacías. Si no siente el mundo, de nada sirven las palabras, de
nada sirven los “te queremos mucho Alain” que le dice Solange por teléfono
inmediatamente antes de que de riendas a su fatal destino. La vida le ha
decepcionado, o acaso la proyección que él ha creado de la vida. “Un rostro espantoso
es la expresión de un mundo espantoso posible” decía una cita de alguien que no
recuerdo. Y es en efecto lo que vemos en Alain.
La película no nos dice que él tenga razón, tampoco dice que
los demás lo tengan. Solo nos muestra su mundo. No hace apología del suicidio,
ni apología de la vida burguesa, muestra unos sentimientos, muestra un
infierno, un mundo posible, tal cual un observador que no un ensayista. Algunos
le calificarían de débil, cobarde como diría su amigo Dubourg, pero acaso él
mismo podría verse como tal por no encontrar ningún modo posible de salir de
ahí. Un cobarde es cobarde respecto a algo, ¿pero si no tiene herramientas para
luchar? ¿Si él mismo es una herramienta rota? Es difícil juzgar, por lo tanto
la rotundidad de las palabras de Nietzsche a este respecto quizás se me
escaparían, no podemos meternos en la piel de otra persona, y a veces no
podemos ser capaces de saber hasta donde puede llegar el sufrimiento, la
esterilidad con la que uno se proyecta.
Alain no se ve capaz y elige, frente al quietismo, frente a
la espera, toma una decisión. En la cama, tumbado, con el pijama puesto, coge
su pistola, se busca el pecho y se dispara. Quizás esa la elección más libre
que ha podido tomar, el acto más trascendente que ha podido realizar. Dejando
como epitafio el siguiente “Me mato porque no me habéis amado, porque no os he
amado. Me mato porque nuestras relaciones fueron cobardes para estrecharlas.
Dejaré sobre vosotros una mancha indeleble”
No quisiera tampoco, tras finalizar el análisis de esta película que considero simplemente maravillosa en cada uno de sus apartados, limitarme a sacar conclusiones antropológicas. No creo que hablar de conclusiones en este caso sea acaso la palabra más adecuada. No nos ofrece esta película una idea del ser humano, vemos la idea de un ser humano. Un ser humano que ha sucumbido a la miseria del absurdo que Albert Camus pronosticaba y solventaba de una manera un poco torpe (no me convencen las soluciones que propone el escritor existencialista al absurdo de la vida). Desde un punto de vista fenomenológico, no podríamos hablar de la película como una sucesión de hechos, sino como una descripción de experiencias vividas, descripciones que en todo caso no me gustaría simplificarlas a las construcciones lingüísticas literales de las frases de Alain Leroy, sino más bien como un intento de abstracción de esas experiencias, una comprensión sensorial del mundo de apatía en el que él vive, de un mundo sin tacto. No podemos decir que la conclusión del suicidio sea o no sea una conclusión lógica, es solo una conclusión, una finitud a su capacidad de elección, voluntaria y electa, y en consecuencia perfectamente válida. No creo que Sartre pudiera criticarle esta acción, acaso lo que Sartre criticaba son las acciones que no se basaban en la libertad y que buscaban como fin la propia libertad, ¿pero acaso hay un acto más libre que el suicidio?
Somos seres frágiles, ya decía Pascal: una caña, acaso el
objeto más frágil de la naturaleza, pero una caña pensante. ¿Pero cuál es la
línea que separa la voluntad de la razón? Somos pensantes, pero ¿acaso el serlo
puede darle sentido a nuestra vida? Es un tema de difícil calado, ya que el
asunto del suicidio más que un asunto intelectual es un asunto sentimental, el
problema es cuando los sentimientos son recogidos por la razón dándole una
explicación racional a este fin. Albert Camus se pasa el Mito de Sísifo
hablando sobre el absurdo de la vida para luego intentar encontrar
alternativas, ¿lo hace? No en mi opinión, acaso lo que hace no es más que una
alternativa al “salto de fe” de Kierkegaard, no renuncia al absurdo de la vida
pero sí quizás que se aferra a él con un romanticismo casi ciego, la toma como
si fuera un juego. Nietzsche nos habla de la voluntad de poder, pero poder
¿hacia qué? En la película vemos a Dubourg, sumergiéndose en su interés por la
egiptología y en el cuidado de su familia. ¿Es eso un refugio? Y si lo es, ¿lo
es para todos? También vemos a los artistas, que parecen sostenerse sobre las
brumas del arte, o los participantes en causas perdidas políticas. Todos
parecen tener algún tipo de foco, algún tipo de interés que les distraiga y
todos parecen creer en ello. El problema de Alain es que ya no cree en nada
porque nada siente, no podría tener una familia, porque no es capaz de amar, no
es capaz de interesarse por el arte, porque no lo siente, ni es capaz de
participar en temas políticos, porque no le interesa. Alain sucumbe al vacío,
Alain se pone cara a cara frente al absurdo, salir o no salir de ahí. No seré
yo quien justifique una u otra razón, ni sería yo quien le explicara por qué
debe o no debe hacer eso. Son situaciones frágiles y yo, un humilde estudiante
que está lejos de saber responder a todas esas preguntas.
Si algo puedo destacar del filme es su capacidad de no
simplificar la realidad, de exponer los puntos, no como argumentos en un
debate, sino como vivencias. Es acaso lo que la hace válida, válida como la
vida misma y las vidas de cada uno que nosotros observemos. No hay verdad ni
hay mentira, solo existe la vida y así se nos muestra. Cinematográficamente me
parece excepcional: en cada uno de sus planos, en la elección musical...
Maravillosa la interpretación de Maurice Ronet en el papel protagonista,
sabiendo transmitir en cada palabra y en cada gesto la sensación de desasosiego
de su personaje.
Lo único que pretendo con este análisis es quizás extender y resaltar los elementos de la película, dar rienda suelta a mi opinión y expresar aquello que he creído ver. Sin embargo, creo que la película habla por sí misma, y que la mejor manera de apreciarla no es leyendo un trabajo, sino dejándose seducir por ella.
Agradecer algunos datos al fantástico artículo sobre esta película en Contraplano